Este breve relato se sitúa en setiembre, un mes de sentimientos encontrados, en el cual etiquetamos el momento como buenos días y buenas tardes de flores y sonrisas, así como preferimos sentir instantes dinámicos, provechosos, floreciendo de un crudo invierno. Aún así, lejos del fulgor de aquella estación, un día cualquiera de primavera, noté en el grupo de alumnos que un capullo no florecía como los demás, siendo esta observación no difundida, porque sentía que mi poca experiencia y también mi escasa autoridad-hablando como si se tratara de un poder transcendental- en aquel momento transcurrido en un aula, no sería de vital importancia en el desarrollo de mis prácticas educativas.
Él era un adolescente de unos 13 o 14 años, recuerdo todavía su nombre: Agustín. Era chiquito de estatura y nada tímido, siempre estaba integrado en todo, y a pesar de no tornarse invisible en el aula, su característica más peculiar era que su rostro estaba cubierto de pecas, sin echar de menos sus ojos plenos de entusiasmo y alegría, y su persona, joven a más no poder, llena de vitalidad. Como todo pequeño que transita su pubertad, revolucionaba día a día el curso, con sus compañeros era un fiel compinche; como alumno, era respetuoso y también muy inquieto, en las clases debía estar llamándole la atención.
Todos los días, cuando salía de la sala de profesores y me dirigía hacia el aula, tenía que esperar que los alumnos entraran al curso, ya que estaban dispersos recién llegando del recreo; él era siempre el primero en saludarme y se encontraba adentro del aula en su banco, como si esperara ansioso la hora de matemática. Recuerdo que algunas veces gentilmente me ayudaba a cargar el maletín y mis materiales. Era muy atento, y desde el momento en que ya pude diferenciarlos y conocerlos por sus nombres, sin querer y sin menospreciar al resto, internamente lo catalogué como uno de mis “alumnos favoritos”. Será que uno empieza a transitar un nuevo camino y lo que más desea y pretende en ese determinado momento es tener la aprobación y la aceptación de alguno de estos adolescentes antipáticos, o será otra la sensación que sentí en ese comienzo de mis prácticas, la verdad, es que hoy no lo sabría explicar.
En ese tiempo que necesitaba ser como una esponja que todo lo absorbe, intentaba no olvidar ningún detalle, aprender lo máximo y aceptar los consejos que me regalaban mis colegas ya que ellos tenían experiencia en el contexto institucional y escolar, me esforzaba para entender a cada alumno con sus problemáticas, de recolectar la mayor información posible de cada uno, y conocer los problemas de aprendizaje, todo este trabajo que me servía para realizar un diagnóstico que en pocos días me pudiera ser de ayuda una vez que empezara a dar las clases. Como todo practicante, me esmeraba para entender el proceso de enseñanza-aprendizaje y comprender como funcionaba realmente, para así poder ayudar a todos los alumnos y atender a sus necesidades. Hoy, algunos de los recuerdos que me vienen a la mente, es que Agustín como alumno participaba y se esforzaba por contestar rápido y concisamente las preguntas que se hacían a la totalidad del grupo, como también se comprometía a diario con la materia y obtenía buenas notas, realizaba los cálculos que se le pedía, terminaba su tarea, para llevarse la tarea visada en el mismo día, veíamos en aquel entonces el tema potenciación con números enteros. A mi entender, él era un buen alumno.
Hasta ese día, todo se tornaba normal, sin sobresaltos, apacible, por decirlo de algún modo. Pero toda esa tranquilidad iba a cambiar de rumbo, como cuando en un día amable aparece sin meditar, una lluvia tempestuosa. Al día siguiente, me dirigí al aula como lo hacía siempre, ingresé al aula, y me pareció que Agustín no había asistido a clases. Hice mis tareas diarias obligatorias, como borrar el pizarrón y entregar algunos trabajos que me había llevado a casa para corregir, luego, tomé la lista de alumnos para corroborar quienes estaban presentes y anotar los ausentes. Cuando estaba tomando lista, y nombré el apellido de Agustín, dirigí mi vista hacia su banco, y ahí estaba él: sentado de mala gana en su silla, con el cuerpo sobre el banco y con una cara de “¿porqué a mí?”. Noté una extraña sombra en aquel rostro con pecas tan vivaz, así como si una nube lloviera sobre él, y se hubiera sentido reflejado en una oscuridad absoluta. Todos los apreciábamos sorprendidos, como si fuera un cristal que en cualquier instante se trozaría por completo. Seguí con mi clase como usualmente lo hacía, y una vez que tocó el timbre del recreo para salir al patio, los alumnos salieron como a menudo lo hacían, desperados como pajaritos que los liberan de su jaula. Él seguía inmóvil en su banco como lo había hecho por toda la hora, me acerqué despacio y una vez que me miró, le pregunté si se encontraba bien, me respondió con un “si” débil, sin ganas de nada; atiné a brindarle una leve sonrisa, como agradeciendo esa pequeña y tan corta palabra, que sin demostrar nada, para mi significaría mucho. Di la vuelta y comencé a caminar alejándome del curso, preguntándome una y mil veces porque no me había animado a decirle alguna otra cosa, encontrando en él algún indicio de mejoría anímica, o al menos unas pocas palabras. Me sentía decepcionada de mi misma por no poder enfrentarlo, por no poder brindarle alguna palabra de aliento o darle un espacio para que intentara hablarme y conocer su situación, y ayudarlo de algún modo. Sólo me acordaba de ese instante, que fue tan fugaz, suponía que tampoco quería indagar sobre algo de lo que él no quisiera hablar. ¡Me tenía tan preocupada!, que me decía a mi misma: ¿Cómo no poder brindarle unas palabras? ¿Cómo no encontré la forma de darle un consejo?, todas eran preguntas en mi cabeza, y tristemente, no salían a la luz las respuestas.
Al otro día, ingresé al aula, confiada de que allí estaría Agustín en la puerta del aula, esperando la hora de matemática. Me alarmé al no notar su presencia. Terminada la clase, hablé con la profesora y le conté lo que había sucedido, aquella situación que me había dejado pensando sin encontrar alguna solución, tal como lo hacía al resolver un problema de ecuaciones. Le pregunté que es lo que podría haber sido la causa de tan abrupto cambio de humor en el alumno. Ella también lo había notado, y nos dirigimos juntas a averiguar alguna pista de esta situación, que por cierto, nos tenía a ambas preocupadas por demás. Nos enteramos por medio de la asistente social que trabajaba en la escuela, que el hermano de Agustín hacía poco que estaba en el hospital por una enfermedad grave y que ayer se le había dado la noticia de que su padre también se encontraba en grave estado, debido a un tumor maligno. Quedé desconcertada, entendiendo de a poco esta terrible noticia. Ni siquiera pude ponerme en su lugar, era un hecho que realmente lo había golpeado en donde más dolía: la propia familia. Entendía a medias lo que podía pasar por la mente de Agustín en esos momentos, y me sentía infeliz por no haber entendido algo en aquel pequeño lapso de tiempo. Ese día, volví a mi casa, reiterando toda esa rutina en mi mente, sin poder comprender cómo no pude al menos intentar compartir su dolor. Quizás, tal vez, acaso, ya era tarde, y me sentía culpable y hasta herida, por haber actuado así.
Este es el final de mi relato, en donde miro hacia atrás y encuentro todavía estas realidades pasadas. Realidades que tienen como protagonistas a personas. Personas que se pueden equivocar.