viernes, 27 de mayo de 2011

“La escuela embrujada”

Antes de disponerme a escribir este relato, dudé varias veces sobre la conveniencia de contar una experiencia que tuvo lugar en una escuela de nuestra provincia. Mi vacilación se debió a que muchos, entre los que me cuento, son renuentes a creer en fenómenos sobrenaturales, pero como fui partícipe directo, asumo que los sucesos existieron y me dispongo a referirlos en forma objetiva para que cada uno arribe a sus propias conclusiones.
Corría el año 2010; al abrir la ventana de mi dormitorio observé un día soleado y tranquilo como cualquier otro, me sentía feliz porque comenzaría las prácticas docentes. Unos meses antes había dejado todo arreglado con la directora y el gabinete psicopedagógico a través de un documento escrito, mientras que había hecho lo propio en la última semana con Edith, la profesora del aula, para ultimar detalles del los cuatro encuentros previstos. Partí entusiasmado hacia la escuela con el objetivo de confirmar los días de clase que estarían a mi cargo, y al salir a la calle percibí en el ambiente un brusco descenso de la temperatura. Mientras caminaba, un conjunto de nubes avanzaba desde el sur, formando siluetas de rostros tristes y abatidos con algunos rasgos similares a la pintura “El Grito” de Munch.
Ni bien llegué, una secretaria de mirada penetrante me informó que la directora del año anterior no estaba más en el establecimiento, razón por la cual invoqué el convenio firmado. Luego de hojear la carpeta de expedientes desde el principio hasta el final y viceversa, comprobamos que la nota había desaparecido. Pedí hablar con la asesora pedagógica que también la aprobó, cuyo nombre no podía recordar, y a pesar de la descripción que proporcioné, fue inútil identificarla como parte del personal ya que el gabinete también había cambiado. Entonces decidí jugar la última carta citando a la profesora titular de la asignatura, pero la mujer de los ojos misteriosos respondió que no la conocía y que ese curso estaba a cargo de otra docente. A esta altura de los hechos, yo dudaba hasta de mi propia identidad. Me encontraba tan confundido que al llenar un nuevo formulario; en lugar de fecharlo en el 2010, consigne el año 2005. Evidentemente, una fuerza extraña estaba interfiriendo en las dimensiones del tiempo y del espacio. Cuando salí de allí,  el cielo estaba totalmente cubierto, el viento arremolinaba las hojas secas en la vereda y un trueno ensordecedor marcó el inicio de un terrible chaparrón. Una vez en mi casa, sin perder tiempo en quitarme la ropa húmeda, llamé por teléfono a la profesora para cerciorarme de que esto no se trataba de un sueño. Del otro lado del tubo me tranquilizó su voz, afirmando que la encontraría en la escuela el día convenido.
A la semana siguiente, esperé su llegada y juntos nos dirigimos al aula. Mientras cruzábamos el patio imaginaba las caras de los estudiantes y repasaba la lista de actividades programadas para la jornada. La profesora abrió la puerta, me invitó a entrar, y cuando torcí la cabeza para saludar a los alumnos, descubrí que solamente estábamos acompañados por sillas vacías, colocadas patas hacia arriba sobre las mesas. Sin otro remedio me senté a conversar con la docente hasta que al final de la hora aparecieron algunos chicos sobre los asientos. Edith interrumpió la charla y pregunto si habían traído resuelto el cuestionario del encuentro anterior, referido a la obra "Misteriosa Buenos Aires" de Manuel Mujica Láinez. Ante la negativa general pidió que lo completaran,  tarea que se dificultó porque tampoco tenían el material necesario. Comenzaron a trabajar dos chicas mientras los restantes compañeros susurraban y miraban hacia la pared del fondo con una actitud indiferente, dispersos entre el mobiliario que permanecía de la misma manera en que lo habíamos encontrado. Minutos después tuvo lugar mi encuesta que consistía en establecer relaciones entre el espacio curricular de Lengua y Literatura con un color y una figura o forma. Al revisar las respuestas, constaté que los estudiantes mostraban una multiplicidad de percepciones en relación a ellos con una connotación dinámica que no les era indiferente y los afectaba de diversos modos. En relación a los colores, hicieron una introspección subjetiva asociándolos a estados de ánimo y grado de dificultad o facilidad que presentaba la materia. En cuanto a las imágenes, revelaron una mirada hacia el exterior, más objetiva, atribuyéndole dimensiones, movimientos y características espaciales. Veían a esta disciplina como un ente inabarcable, en continua expansión, que los excedía y superaba, asombroso para algunos y alienante para otros. Aunque reconocían la importancia y el protagonismo de esta asignatura, no se identificaban con la inteligencia lingüística y experimentaban insatisfacción con las lecturas, las actividades y los docentes en general. Manifestaron intereses que no estaban contemplados en la clase y proponían soluciones a nivel discursivo, esperando desde una actitud pasiva que los cambios viniesen desde afuera. También manifestaron disposición para continuar sus estudios, leer textos de su agrado y quizás disfrutarlos. Pero existían trabas u obstáculos que los frenaban y provocaban, aún entre los que tenían un concepto menos negativo, una actitud apática. Describieron su situación criticando a los docentes como personas sin ganas de dar clase, explicar ni permitir opiniones disidentes; clases aburridas, temas que no les servían, obras impuestas o difíciles de comprender y falta de atención personalizada. Sin embargo, aceptaban que este espacio les servía para mejorar la expresión y la comunicación oral y escrita. Por otro lado, proponían trabajar textos en clase, salir de la rutina, variar las actividades, tener en cuenta la diversidad y poder elegir lecturas, en lo posible, no literarias. En síntesis, hicieron un duro cuestionamiento a la manera de dictar la materia, circunscribiendo el problema al ámbito áulico sin autocrítica de su propio proceder.
Mientras volvía reflexionando sobre la observación de clase, recordé a una maestra practicante que tuve en quinto grado de la primaria. A poco de comenzar su exposición rompió en llanto y nuestra señorita titular debió seguir con el tema, entretanto ella se secaba las lágrimas con la vista perdida en el horizonte. Pensé: “la circunstancia que acabo de relevar en este curso sería motivo suficiente para que cualquier docente sufriese un ataque de sollozos como aquella desafortunada aprendiz; pero yo prefiero evitar esa alternativa, porque si llorara parecería un espectro y hoy he visto demasiados fantasmas como para agregar uno más”.
Semana uno.
Terminaron las observaciones y debo dictar una clase. Arribé media hora antes para conseguir el proyector multimedia que está en la sala de informática. Mala suerte, el encargado acostumbra a llegar sobre el horario de entrada. Espero ansioso, suena el timbre, solicito el proyector pero me informa que no está la pantalla. ¿Dónde está la pantalla? La pantalla está en la biblioteca, cuya llave se encuentra en poder de la bibliotecaria. ¿Dónde está la bibliotecaria? La bibliotecaria llega dentro de media hora. Entonces podríamos pasar a la sala de proyecciones sin la pantalla. La sala está ocupada con una reunión de padres. Yo la encargué con tiempo. Sí pero los padres ya están adentro. Entonces dirijámonos al recinto alternativo que me ofrecieron la semana pasada. No podemos entrar allí porque está con llave. ¿Quién tiene la llave? La bibliotecaria. ¿Dónde está la bibliotecaria? ¡Ahhh!, ya recordé, la bibliotecaria llega más tarde. ¿Viene de seguro? A veces sí, a veces no. Es hora de comenzar sin proyector, ni pantalla ni sala.
Semana dos.
Llegué agitado porque tuve un problema personal. Me duele todo el cuerpo, por suerte aún no ha tocado el timbre. ¡A trabajar! Cinco alumnos en la puerta del aula. ¡Hola chicos! ¿Dónde está la profesora Edith? La profesora no está. La preceptora dice que se encuentra enferma y no podrá venir a presenciar la práctica. ¿Y la directora? Tampoco está. ¿Y la vicedirectora? Viene solamente en horario de mañana. ¿Y la asesora? Hoy el gabinete no atiende.
Semana tres.
Me siento feliz porque la profesora Edith se ha reintegrado a la actividad. Marchamos hacia el aula. ¿Y los alumnos? Esperamos media hora, pero los chicos permanecen invisibles por acuerdo colectivo.
Semana cuatro.
 Ingreso al aula con la profesora y nos reciben las sillas vacías en absoluto silencio. Preceptora, ¿dónde están los alumnos? Los alumnos se encuentran participando de una oferta educativa.
Semana cinco.
Si hoy no logro dar la clase creeré que los duendes existen. ¡Buenas tardes chicos! ¿Han visto a la profesora Edith? No sabemos dónde está.  Llega la preceptor y avisa que la profesora se ha vuelto a enfermar. ¿Y la directora, la vice, la regente, la asesora o alguien que venga a observar la práctica? No hay nadie. En una semana vencerá el plazo para presentar la memoria y sólo he dado una de cuatro clases. Pensativo, me siento sobre una rama del árbol que está en el patio. ¿Qué sucede? Pregunta un genio que iba pasando. Nadie ha podido sobrevivir a este portal mágico que se tragó mi plan de trabajo, la sala de proyecciones, la sala alternativa, la pantalla, el proyector, la directora, la vice, la regente, la asesora, la bibliotecaria, la profesora Edith y unos veinte alumnos. Soy el próximo en la lista de las desapariciones. ¡Ánimo! Repite estas palabras secretas y regresa con esta caja, verás que todo se solucionará.
Última semana.
Repito las palabras mágicas y cuando llego al curso están los alumnos y tres personas para observar la clase. Explico que en la escuela hay un portal mágico capaz de transportarnos a mil kilómetros de distancia y retrotraernos al siglo XIX para encontrarnos con una historia terrible que tuvo lugar en un sitio peligroso... Pido a los alumnos que me adelanten algunas pistas antes de saber el título del relato. Gauchos, peleas, sangre, responden algunos, y se produce un silencio tenso. “...Los caminos se anegaron y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosan en acuoso barro...” dice  la voz grave de Esteban Echeverría desde el interior de la caja, mientras todos fijan la vista en la estremecedora lectura. La pared del aula se desvanece detrás de la imagen de un cercado; ¡cuidado con el toro, estamos atrapados en los corrales!
El gnomo tenía razón, cuando tocó el timbre un joven exclamó: ¡qué bueno está El Matadero!, y los demás asintieron a su afirmación con la cabeza.

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