Introducción:
Ser docente ha sido, es y será, una enorme responsabilidad y un privilegio, porque implica la importante tarea de contribuir a la formación de seres humanos, en el sentido amplio del término. Este quehacer no implica sólo dictar horas de clases, sino que exige dedicar un gran esfuerzo y una verdadera vocación de servicio. Por lo tanto, la profesión en muchas ocasiones está marcada por las dificultades, la desazón y el hastío. Sin embargo, el verdadero educador intenta superar aquellos conflictos y aspira a desarrollar habilidades y destrezas, pero fundamentalmente a formar personas, con valores y proyectos, para lo cual se requiere un conocimiento profundo del contexto, de las circunstancias de vida, de las necesidades y de los anhelos de los alumnos.
No es mucho el tiempo transcurrido desde mi inicial experiencia como docente, sin embargo, avocarme a la tarea de pensar y reflexionar sobre mis primeras prácticas aúlicas me sumerge en un mar de imágenes, de ideas, de rostros, de figuras, de colores, de fragancias, de fetidez, de sonidos, de ruidos, de melodías, que se entremezclan y no me permiten ubicarlos con claridad en el mar de mis recuerdos. A pesar de ello, hago el esfuerzo para expresar por medio de las palabras aquella experiencia como profesora de Ciencias Sociales.
Tuve la dicha de comenzar a trabajar, aún antes de haber finalizado mis estudios. Fue a principios de abril de 2.007 cuando me incorporé como docente en una escuela rural ubicada en el departamento de Junín, en la provincia de Mendoza. La institución está ubicada en una zona de producción fundamentalmente vitivinícola, a la vera de una calle muy transitada, pero inmersa en la soledad y el desamparo del campo. Los docentes no viven en el lugar, sino que viajan desde ciudades cercanas o desde otros departamentos. Los alumnos tampoco viven allí, la mayoría debe recorrer varios kilómetros para recién poder acceder a un ómnibus escolar que realiza un recorrido para facilitar el acceso de los niños al colegio. Definir a la población es hacer hincapié, fundamentalmente, en las necesidades económicas y en la falta de oportunidades –en sentido amplio- que padecen los estudiantes y sus familias.
Mi primer día fue excitante, ya que tras la presentación de la documentación pertinente, la Directora de inmediato me presentó ante los alumnos de octavo y noveno año. La situación fue abrumadora ya que, debí incorporarme inmediatamente al aula del octavo grado, sin haber planificado con anterioridad, qué actividades o qué contenidos desarrollar. En realidad, sólo sabía que mi principal cometido, en los Talleres de Doble Escolaridad, consistía en acompañar y fortalecer los procesos de enseñanza y aprendizaje de los estudiantes en Historia y Geografía.
Parada frente a la mirada inquisidora de un grupo de jóvenes heterogéneos, en varios aspectos, no supe qué hacer y una amalgama de temor, desasosiego e inquietud me invadió. Pero en fracción de segundos saqué de la galera una dinámica de presentación y luego expliqué por medio de un esquema la clasificación de las ciencias para que comprendieran la ubicación de la Historia y la Geografía en estas. Terminaron los minutos de clase, y yo creí que todo había estado bien y que aquellos muchachos habrían disfrutado, o cuando menos comprendido, mi exposición. En poco tiempo logré percatarme de mi equívoco y, a lo largo del ciclo lectivo, fui elaborando una serie de reflexiones de mi labor que trataré de plasmar aquí.
Mi propia historia afloró desde lo más profundo de mi ser y mis años de escolaridad se fundieron con el presente, no permitiéndome ver con fulgor la verdad e impidiéndome poner en el lugar del otro, de aquellos niños a los que yo intentaba “educar”. Cursé la escuela primaria, como también la secundaria, en un establecimiento privado y confesional católico. Fue, salvo contadas excepciones, una etapa maravillosa donde descubrí la pasión por el conocimiento, la cultura, la ciencia, y la lectura. Fue también, una época de diversión, de esparcimiento, de juegos y de gratos momentos compartidos con quienes aún hoy son buenos amigos. Pensaba que mi niñez y mi adolescencia no debían ser muy dispares a la de los alumnos a mi cargo y, no obstante, me equivoqué.
Los escolares a los que debía preparar y auxiliar en las disciplinas mencionadas cursaban el octavo y noveno año de EGB 3. En general, la franja etaria de los mismos no coincidía con la que deben presentar quienes asisten a esta etapa de la escolaridad, es decir, trece, catorce o hasta quince años. Muchos sobrepasaban aquella edad. Mi espíritu entrometido me obligó a indagar el porqué y llegué a la conclusión de que los problemas de aprendizaje no eran la causa principal, sino la falta de oportunidades. Sí, la integración temprana de estos jóvenes al mundo laboral los absorbía y no los dejaba disfrutar de aquel estilo de vida que, a esa edad, para mí era normal. Provenientes todos de familias numerosas relacionadas con los trabajos de la viña y las quintas de frutas o verduras, principalmente, debían colaborar en esas actividades.
Así, la deserción y las inasistencias eran moneda corriente en aquella escuela. Hasta mediados de mayo aproximadamente, había escasos alumnos, sobre todo en los talleres de contra-turno, ya que muchos regresaban a sus hogares o directamente no asistían, para colaborar en la recolección y acarreo de la uva. Así, en ciertas épocas del año, marcadas por tareas agrarias específicas, la escuela quedaba casi desierta, silenciosa y tranquila, se transformaba en un edificio grande que no parecía lo que era. La vendimia, la poda, el atado y la sulfatación de la viña, como también el deshoje y raleo de algunas variedades, la cosecha de aceitunas o de otras frutas o verduras, entre otras actividades, generaban una paz casi sepulcral y contribuían con el crecimiento económico de la zona y de algunos, pero les quitaban horas de juego, de sueño y de aprendizaje a muchos de nuestros niños.
Entrar al aula era encontrarse con grupos diversos en muchos aspectos. Así, había alumnos discretos, reticentes, extrovertidos, charlatanes, sumisos, rebeldes, pacíficos, sosegados, abúlicos, hacendosos, remolones, activos, inquietos, aletargados. En fin, todos y cada uno presentaban personalidades y vidas diferentes. A pesar de ello, el aspecto de todos daba cuenta de sus obligaciones y deberes, como también de la falta de medios y recursos. En este sentido, el sol había dejado su marca atezada en los rostros, los trabajos duros del campo habían roído sus manos y su imagen, había transformado la suavidad propia de la piel en grietas y llagas, y las duras condiciones de la vida en el campo habían gastado la suela de sus zapatos, los perfumaba de humo, los cubría de polvo y desordenaba sus cabellos. No era falta de esmero, de pulcritud o de aseo, eran y son, sólo las penosas condiciones de vida que padecen y que sufren muchos y no lo advertí, o bien, preferí desconocer hasta ese momento.
Cuando la asistencia revestía visos de normalidad, entrar al aula significaba internarse en el bullicio constante de veinte o más voces que hablaban, dialogaban o tarareaban sin parar. Era difícil lograr el clima adecuado. La concentración duraba pocos minutos. Las tareas asignadas eran asiduamente interrumpidas por algún comentario jocoso o, muchas veces, hasta impetuoso y fuera de sitio. Las consignas de clases eran respetadas sólo por algunos alumnos y la mayoría no presentaba inclinación o disposición hacia aquellas. El rendimiento académico, en general, no era el esperado. Esta situación me provocaba agobio, pesadumbre y frustración, a la par.
Resolver aquella situación, donde mi sentido de responsabilidad me exhortaba a cumplir fielmente los contenidos a desarrollar y mi corazón y mi alma se compadecían ante aquellos jóvenes abarrotados y saturados de aprietos, de carencias y de cometidos, no fue fácil. Por fortuna mi formación docente en Historia no incluyo sólo espacios disciplinares y didácticos-pedagógicos, sino que conocí a profesores apasionados por lo que hacen, muy cultos e instruidos, pero también buenas personas, que despertaron algo en mí, más que la predilección hacia los tiempos pretéritos. Mi paso por la institución donde estudié, me otorgó las herramientas conceptuales necesarias para afrontar con éxito el dictado de la materia y para buscar respuesta y solución a las carencias de la misma. Pero además, me dio la posibilidad de escuchar historia de vida, prácticas docentes y situaciones personales, aquellas que no se leen en los libros pero que rompieron con convencionalidades e hicieron despojarme de falsos conceptos. En este sentido, puedo afirmar que me permitieron ver en el otro, no sólo un alumno, un docente o un compañero de trabajo, sino por sobre todo una persona con una historia que lo marca y que lo define cómo es, cómo actúa y cómo reacciona ante la vida.
Una miscelánea de elementos se fundió en mí y me permitieron superar, o al menos comprender un poco, la problemática que me afligió. Con el tiempo, entendí que mis conceptos y mi valoración sobre la escuela y los conocimientos, aquellos que mamé desde mis primeros años, no coincidían con los de mis alumnos. Haciendo una mirada ligera de la conducta de aquellos, podría interpretarse como una desvalorización de las instituciones educativas y de lo que estas ofrecen. En realidad, afirmar esto último es una manera de no poder interpretar adecuadamente las necesidades y los sentimientos del otro, es “no ponerse en los zapatos o en la piel del otro” para entender realmente sus penas, sus temores o hasta sus alegrías y anhelos.
Así, pude vislumbrar que la escuela no era, para mis alumnos, sólo un espacio de estudio y de aprendizaje. Era, fundamentalmente, el lugar donde podían ser niños o adolescentes en su plenitud y donde encontraban el sitio para relacionarse con gente de su edad y entablar vínculos de amistad y de camaradería. Así, el patio, e incluso el aula, se transformaban en un centro social para los niños, ya que sus hogares se encontraban inmersos en el medio de fincas o chacras sin vecinos cercanos. Muchas de sus carencias y la falta de oportunidades, de contar con espacios de esparcimiento y de diversión propios para la edad, eran suplidas con el afecto y el cariño recíproco. Así descripta, podría parecer una situación ideal pero no todo era fácil, ya que los conflictos y las contiendas eran habituales, reflejo del padecimiento de conflictos familiares de diversa índole.
Comprender todo lo expuesto me constriñó a buscar alternativas para obtener mejores resultados. Me obligó a innovar en las actividades propuestas y a entablar un vínculo basado, no sólo en el respeto y el cariño, sino también en la protección, el amparo y la atención a los diversos casos. No fue fácil y no lo es. No se si lo logré, pero la educación en valores que recibí desde mi familia hasta mi paso por los estudios superiores me apremiaron a reaccionar y a actuar en consonancia. De esta manera, implementé las actividades en grupo y la revisión de trabajos en forma conjunta, donde todos tuvieron la oportunidad de ser escuchados e incluso de acercar los contenidos al presente, para no generar aprendizajes individuales y romper con el espacio de sociabilidad y de comunicación que la escuela significaba en ese contexto. Además, busqué vincular los temas dados con situaciones de la vida práctica de esa zona, porque los estudiantes valoraban más el conocimiento pragmático que teórico, ya que el primero se acercaba más a las labores agrarias que cumplían en forma familiar.
Esta primera experiencia fue una etapa muy importante, ya que no sólo me permitió poner en práctica y aplicar mis aprendizajes, formales y no formales, para resolver situaciones, sino también me permitió madurar y crecer como persona. Entendí, que más allá de las exigencias de la tarea docente en cuanto los requerimientos curriculares y administrativos, esta implica un proceso de empatía y de comprensión del contexto. Por lo tanto, generar un ambiente de confianza donde todos puedan trabajar, moverse con libertad y respetar a los alumnos como seres humanos, entendiendo sus problemáticas y necesidades, me ayudan a ser un docente respetado y apreciado por los alumnos y por los demás. No es simple poner en práctica lo expuesto. Las obligaciones, la carencia de tiempo y las demandas propias de la actividad, me desconectan del medio y me hacen olvidar por momentos que un profesor trabaja con seres humanos y no con computadoras, que sólo deben memorizar y resolver actividades. Para finalizar, dedicar el tiempo y el esfuerzo necesario para que mis alumnos puedan comprender los tiempos y procesos históricos de la manera más apropiada a sus características es tarea ardua y enrevesada, pero de todos modos: ¡espero lograrlo!
En esta experiencia veo la importancia de interpretar al grupo que tenemos a cargo; cosa nada fácil de lograr, porque conocer cada historia de vida requiere un tiempo que no está a nuestra disposición. El tema se presenta de manera realista y demuestra que el diseño curricular, en la práctica, no contempla un espacio para desarrollar la comprensión del contexto.
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